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Bajar la basura

Son cerca de las diez de la noche y estoy en casa de mi padre, que duerme.

Me quedo con el dos o tres noches a la semana, porque a veces se despierta desorientado y estamos todos más tranquilos si alguien duerme con él.

La bolsa de basura estaba rebosando, así que he bajado a tirarla.

Caminaba los cincuenta metros quizás que hay desde el portal a los contenedores, y me ha llamado la atención ver a un hombre en silla de ruedas. Me ha alarmado un poco, porque la cabeza caía ladeada sobre su pecho, como si estuviera inconsciente. Hace bastante frío, para el estándar de esta ciudad industrial junto al Mediterráneo.

Se me ha pasado por la cabeza que el inválido se haya desvanecido y necesite ayuda, y repaso alarmado mi checklist de actuación en un caso de emergencia: me he dejado el teléfono móvil en casa, compruebo mortificado. Tendré que volver, si mi temor es cierto… pero en ese momento el hombre se despierta, levanta la cabeza y empieza a moverse, con dificultad, pero aparentemente sano.

Aliviado, paso a su lado, llego al contenedor con ligereza y me libero de la otra carga que traía desde casa.

Un muchacho con aspecto magrebí pasa a mi lado, pisa algo metálico que resuena y se agacha a cogerlo. Se me pasa por la cabeza que haya peligro, que se trate de un asalto, ya que el muchacho se agacha a recoger lo que ha pisado. La estrategia es no pasar antes que él, aunque sea a costa de parecer desorientado en un momento tan simple como este, que ha de estar completamente interiorizado por el hábito. Me da igual; no quiero concederle ninguna ventaja. El caso es que se trataba de un picaporte, me lo enseña tímidamente antes de tirarlo al contenedor. Él sigue en otra dirección. Yo vuelvo sobre mis pasos, y vuelvo a ver al inválido.

Está otra vez parado. Apenas ha avanzado unos metros. Es un hombre deforme, grueso pero estrecho de hombros. Es como si su cuerpo se hubiera desplomado por su propio peso sobre la silla, sin una estructura interior capaz de mantener la forma humana, que se acumula como una montaña de tierra. Su cabeza tiene una frente huidiza, como la del abuelo de los Simpson. Me hace gracia el parecido, pero estoy llegando a su altura y dudo sobre si ofrecerle ayuda o pasar de largo.

Gana la primera opción. Me detengo a su lado y le pregunto: “¿Necesita ayuda?”.  Con dificultad, me explica que no, que es que se queda dormido, que se ha dejado los guantes y le resbalan las manos en los fríos aros de las ruedas. Además, vive en la portería de al lado. “Si quiere, le puedo acercar a su casa. A este paso, va a llegar cuando amanezca”, bromeo, para hacerlo un poco más fácil.

Él titubea, pero acepta mi ayuda. Empujo la silla con ganas, aliviado de poder hacer algo concreto. No tardo más que unos segundos en llegar hasta su casa. El hombre me da las gracias, con una gratitud humilde que parece incómoda, poco utilizada. Me da la sensación de que le emociona una ayuda poco acostumbrada, y me hace sentir un poco incómodo también. Abre la puerta con dificultad, pero este gesto sí que es habitual, aunque costoso. Se levanta de la silla, sin poder incorporarse del todo, y la pliega antes de meterse en la portería con ella.

Ahí dejo de ser el buen samaritano y vuelvo a ser un hombre que bajó a tirar la basura. Camino esos pocos metros a mi portería con una sensación de alivio, llevado por estas piernas aún ágiles y ligeras.

En el ascensor, me abruma súbitamente una sensación de congoja, una angustia opresiva. Siento una pena enorme, un dolor de la vida, la sensación de insoportable injusticia que la existencia lleva consigo, con una cruel naturalidad.

Afortunadamente, llego a casa y aquí está mi ordenador, y la televisión encendida, y una película francesa de los años 60 donde una bella y joven actriz recrea una ficción amable.

Pronto me iré a dormir.

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Explicación para @mirrocafort y @PelosBi

A ver. No vuelvo a contestar tuits en plan lúdico-festivo sin haber sido invitado.

Verás, sigo a @PelosBi, y él a mí. Así, entrando en mi TL todo ocioso vi este tuit de @mirrocafort, que venía retuiteado por @PelosBi.

Naturalmente, este tuit despertó mi curiosidad, y seguí el enlace. Se trataba de un artículo sobre unos encuentros de espiritualidad organizado por Podemos.

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Yo soy de esa gente que se lee los artículos, más que nada para amortizar aquel cursillo de lectura rápida que hice hace treinta años. El caso es que en el artículo se refieren las actividades que se realizarán, y entre éstas se mencionan los debates. Llama la atención la referencia al debate con una “discípula del silencio”, algo que tuvo que chocar al periodista para mostrarlo entrecomillado.

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Y uno, en su ignorancia, como os manifesté en el tuit de retracto, visualizó ese debate llamativo entre personas ansiosas de saber y la “discípula de silencio”, ejerciendo su muda disciplina con pertinaz contumacia. Y eso es lo que me hizo gracia, y lo que os comenté en el tuit jocoso que tanto os desconcertó:

En resumen, que era una tontería. Sí. Lo que me deja un poco perplejo es que no me entendiérais. A lo mejor es que no llegásteis a leer el detalle del artículo, con lo que lo de la “discípula del silencio” queda un poco cojo.

Y si queréis ampliar conocimientos sobre esto de la “Escuela del Silencio”, en la web de los dominicos he encontrado este enlace.

A ver si me he explicado mejor ahora.

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Supertramp y Boig per tu: el azar


No me lo creía cuando me dijeron que seríamos los teloneros de Supertramp. La noticia tuvo que ocurrir a finales de 1985, porque la gira de Supertramp fue durante la última semana de Enero de 1986.

Nuestro grupo se llamaba Banco, y lo formábamos Rosa Caparrós (voz), Michel González (bajo), Salva Aparici (batería) y Diego Buendía (guitarra). También venía como teclista Pep Sala, que al año siguiente formó el grupo Sau, junto a Carles Sabater.

Preparativos de la gira

El plan era ir con una furgoneta a San Sebastián, Bilbao, Madrid y de vuelta a Barcelona. Tocaríamos con el equipo de sonido de Supertramp, de modo que sólo teníamos que llevar nuestros instrumentos y amplificadores. Unos días antes del comienzo de la gira, Michel, nuestro bajista y mánager, me dijo que no iba a ser exactamente así: los técnicos de Supertramp nos dejaban solo la etapa de potencia, pero no la mesa de mezclas. De hecho, a mí me había parecido muy extraño poder usar la mesa de mezclas de Supertramp. ¿Cómo iban a dejarnos modificar los centenares de controles de sus ajustes para establecer los nuestros? Tendrían apenas un rato para devolverlo todo a su configuración inicial. No tenía sentido.

Así que hubo que improvisar. De pronto, teníamos que llevar una mesa de mezclas propia, y una caja de herrajes para nuestros micrófonos, y una manguera enorme para los cables. En la furgoneta no había sitio; la mesa de mezclas pudo colocarse sobre la baca del vehículo, pero definitivamente los cables y los soportes de micro no cabían. La manguera iba enroscada en un carrete metálico de casi un metro de diámetro, y los soportes iban en una caja que parecía un ataúd. ¿Dónde llevarlo todo?

Yo tenía entonces un Panda azul celeste, pequeño y barato. Me ofrecí para usarlo de transporte adicional, básicamente por dos razones. La primera, por ayudar. Siempre me ha gustado ayudar, sobre todo si es haciendo algo que me gusta hacer. Y en segundo lugar, por conducir.

¡Ah, conducir! Desde que aprendí a hacerlo, conducir ha sido una de mis pasiones. He podido conducir durante horas y horas, en un estado de ensimismamiento concentrado que me produce fatiga, pero también paz. Y en aquel tiempo, ventiañero como era, la perspectiva de conducir por media España conduciendo mi propio coche en una gira con unas superestrellas del rock era más de lo que podría haber imaginado en mis mejores sueños.

Todo el mundo respiró aliviado. Desmontamos el asiento trasero del Panda y vimos que los cables y micros cabían perfectamente. El coche iba un poco hundido por la carga, pero quién iba a preocuparse por eso, ¿verdad?

San Sebastián

El primer concierto era en el estadio de Anoeta de San Sebastián, poco más de 500 km de ruta. Michel venía de copiloto. De ese primer viaje recuerdo haber salido el viernes 25 de enero, por la mañana, y haber conducido ininterrumpidamente hasta cerca del límite provincial de Euskadi. Como eran las dos o así, paramos a comer en un bar de ruta de Lekumberri. Aquéllos eran los años de plomo en el País Vasco, y una vez sentados en el bar con nuestros bocadillos advertimos que desde otra mesa cuatro o cinco personas jóvenes nos miraban con hostil curiosidad.

Cuando salimos de allí, Michel me comentó que seguramente nos habían tomado por policías secretas, cosa insólita que sin embargo acepté con total normalidad. Con el tiempo he dejado de creer esa romántica hipótesis para aceptar la más convencional de que simplemente éramos forasteros en un pueblo pequeño. Pero en esos momentos recuerdo haber entrado en Guipúzcoa con verdadera aprensión.


Llegamos a Anoeta a media tarde, cuando ya se iba el sol. Había charcos en el tartán; parecía que hubiera llovido. Y hacía mucho frío, era pleno invierno. Guardo un buen recuerdo de nuestra actuación en Anoeta, aunque nuestro público apenas llenó un cuarto del aforo del campo. De hecho, no se ocuparon las gradas, si no recuerdo mal. La combinación del campo de fútbol y la pista de atletismo circundante era un espacio enorme, y ni siquiera Supertramp lo llenó.

El día siguiente era el único sin actuación, así que lo pasamos haciendo turismo por San Sebastián. A mediodía vimos a los miembros de Supertramp en La Concha, desde lejos, jugando un partido de fútbol en la arena. Alguno llevaba el albornoz del hotel. De hecho, los componentes del grupo viajaban en avión y se alojaban en el hotel hasta la hora de la prueba de sonido. Los técnicos pasaban una hora o más ajustándolo todo y, cuando ya estaba perfecto, llegaban las estrellas a comprobar si todo era de su gusto. Tocaban unos minutos, básicamente comprobando qué tal era el retorno de la señal en el escenario, y se volvían a ir al hotel hasta la noche. Nada que ver con nuestras prisas, puesto que apenas nos quedaba media hora para nuestra prueba antes de que se abrieran las puertas del recinto.

La tarde en San Sebastián empezó a complicarse cuando descubrimos el barrio de pescadores y todas aquellas tascas de pinchos y zuritos. Íbamos los cinco del grupo y Jaume Sitges, el técnico de sonido, que era a su vez bajista de la Orquesta Platería. Poco a poco nos fuimos dispersando. Pep y Jaume fueron los primeros en irse por su cuenta. Luego Rosa y Michel se fueron al hotel a descansar.

Salva y yo recorrimos todas las tabernas del barrio viejo. Me maravilló su perfecta disposición arquitectónica, puesto que salíamos de una y la trayectoria parabólica dictada por nuestro grado etílico nos llevaba directamente a la puerta de la siguiente, con una seguridad pasmosa.

Llegamos de madrugada al hotel. Michel, que hacía las veces de mánager, estaba de los nervios, porque no sabía nada de nosotros; era una época sin teléfonos móviles y no cabía más que fijar puntos de encuentro y esperar. La gente joven se extrañará de esto. Pero las cosas eran así entonces.

Compartíamos una habitación triple con Rosa, y ella estaba en su cama, asustada, casi a punto de llorar. Sentí una familiar culpabilidad, pero no me duró mucho, porque me dormí enseguida, mientras la habitación giraba lentamente a mi alrededor.

Bilbao

Al día siguiente, resacosos y cansados, nos fuimos levantando cada uno a nuestro ritmo. El siguiente destino era Bilbao, y puesto que está a poca distancia de San Sebastián, no fue complicado volver a recomponer la disciplina de la banda.

El antiguo Palacio de Deportes de Bilbao estaba en un lugar bastante feo, haciendo honor a la fama de ciudad gris que Bilbao tenía en aquellos tiempos, todavía lejos de la remodelación de la ría y la construcción de diversos edificios singulares. Sin embargo, su interior era muy acogedor, comparado con Anoeta. Para empezar, era un recinto cerrado. Y la gente de Bilbao fue muy amable con nosotros. De hecho, fue la última actuación agradable que tuvimos.


Acabado el concierto, recuerdo estar esperando junto a mi coche en una calle ancha que nos llevaría a la autopista de Vitoria. Era oscuro, hacía frío. Jaume Sitges era mi copiloto y esperaba en el coche. Yo intentaba ver la furgoneta de mis compañeros entre el tráfico, que se retrasaba inexplicablemente. Empezaba a chispear cuando, por fin, apareció la furgoneta. Me subí al coche y nos pusimos en marcha, yo iba delante y vigilaba por el retrovisor los faros del otro vehículo. Era noche cerrada y nos quedaban 600 kilómetros hasta Madrid.

Subiendo el puerto de Vitoria, la furgoneta pinchó y tuvo que detenerse. Yo no me di cuenta, porque seguía viendo los faros por el retrovisor. Chispeaba, neviscaba. Los cristales estaban empañados. En un momento dado, Jaume me comentó que creía que lo que nos seguía no era la furgoneta, así que reduje la velocidad y la dejé pasar. Y, efectivamente, no era la furgoneta, sino un autocar, lo que nos adelantó. Desconcertado, seguí unos kilómetros más y me detuve en una gasolinera, esperando a verles venir. Pero no venían, y al final empezamos a dudar de si no nos habrían adelantado sin que nos diéramos cuenta. Entonces decidimos seguir solos hasta Madrid, puesto que teníamos allí un hotel en el que reunirnos.

La ruta por la meseta fue azarosa. Según avanzábamos por fantasmagóricos páramos, la soledad resultaba cada vez más opresiva. Para acabar de aderezarlo, el piloto de la gasolina empezó a parpadear. Un poco inquieto, empecé a buscar indicaciones de gasolineras. Me detuve en la primera, solo para comprobar que estaba desierta. Un rótulo indicaba que desde las 11 de la noche a las 7 de la mañana no había servicio. La situación se complicaba. Otro rótulo decía que la siguiente gasolinera estaba a unos veinte kilómetros. Empecé a conducir en plan conservador, por si acaso.

Esa noche llegó a ser angustiosa. El fenómeno de las gasolineras cerradas se repitió dos o tres veces. En unas ocasiones la distancia a la siguiente era de veinte kilómetros, en otras de cuarenta: el caso es que estaba cruzando la lúgubre meseta prácticamente sin gasolina. De hecho, empecé a pensar que quizás sería una buena idea detenerse en una gasolinera hasta las siete, en vez de arriesgarse a quedarse tirado en mitad del páramo.

Madrid

Afortunadamente no pasó lo peor. Cuando apenas empezaba a clarear encontramos la — al parecer — única gasolinera en toda Castilla que abría las venticuatro horas. A partir de ahí, ya no estuve preocupado por la gasolina, pero a cambio me sentí repentinamente muy cansado. A las siete de la mañana llegamos al hotel en Madrid, sin tener noticias del otro grupo, y decidimos alojarnos y dormir un rato, a pesar de que a las diez teníamos que levantarnos para ir a la televisión.

El plan del día era abrumador. A las once teníamos que estar en los estudios de Televisión Española para hacer las pruebas de sonido, porque íbamos a tocar en directo un par de canciones en el programa La Tarde, un magacín que pilotaba la actriz María Casanovas. El programa era a las cuatro, y a las seis había que estar en el Palacio de Deportes de Madrid para la prueba de sonido. El concierto era a las diez, y a las doce o así teníamos que salir de nuevo rumbo a Barcelona, para el último concierto de la minigira.

Yo era vagamente consciente del riesgo de pasar dos noches en ruta, pero tenía ventipocos años y la verdad es que todo me parecía una gran aventura.

A las diez nos despertó Michel, que nos contó brevemente lo que había pasado con la furgoneta. Subiendo el puerto que hay antes de Vitoria tuvieron un pinchazo, y como estaban en medio de ninguna parte, tuvieron que ir a pie hasta la gasolinera anterior para pedir auxilio. Entre la caminata y la reparación se demoraron tanto que llegaron a Madrid ya de día. Claro que ellos pudieron dormir, porque el que conducía era el chófer de la furgoneta, que a su vez nos ayudaba en el montaje y desmontaje de los equipos.


En los estudios de TVE todo fue un tanto aséptico. Montamos el equipo, nos invitaron a comer en los comedores del centro y nos presentaron a María Casanova. Nos dijeron qué teníamos que hacer, cuándo entraba nuestro directo, y nos advirtieron muy seriamente que no hiciéramos ningún ruido ni antes ni después. Así que estábamos allí casi aguantando la respiración.

Puesto que no había público, la sensación fue extraña. Acabamos de tocar y se hizo el silencio. Quedaba otra canción. Yo quise afinar la cuerda aguda, sin hacer ruido, pero se escapó un tzing. Casi se me hiela el pulso. María hizo un comentario distendido para salvar el momento, pero yo vi claramente la cara de disgusto del regidor. Ya no volví a respirar hasta que cerró el programa.


Con bastante mal cuerpo por el rato en televisión y por la noche sin dormir, fui al Palacio de Deportes. La experiencia fue igual que en Bilbao. Supertramp hizo su prueba y nos dejó apenas el tiempo justo para la nuestra. Esa noche empezamos a tocar y ya vimos que el público no iba a ser muy receptivo. Silbidos y gritos demostraban que no éramos bienvenidos. No ayudó mucho que en televisión fuéramos presentados como un grupo catalán. La combinación de nuestro origen con el hecho de ser teloneros y por tanto estar ocupando un tiempo que la gente preferiría que fuera ocupado por el grupo principal hizo que en vez de aplausos, como en Bilbao, sufriéramos un crudo abucheo.

El efecto sobre nosotros fue demoledor. Salva empezó a acelerar los tiempos a la batería, deseando inconscientemente acabar cuanto antes con la horrible experiencia. Si Salva corría, íbamos todos detrás como un rebaño; la cosa no tenía arreglo. Yo le miraba implorante, pero él no me veía, iba en automático. Y para mí era terrible, ya que mis partes de guitarra tenían trozos rítmicos muy rápidos que no conseguía ejecutar en aquel modo reprise.

Nuestra actuación de cuarenta minutos quedó reducida a apenas veinticinco, pero ni siquiera esa reducción sirvió para que el público de Madrid fuera un poco compasivo. Nos llevamos todos los abucheos del mundo y salimos de allí con la alegría del que ha escapado del infierno. Lo único que ganamos fue una foto que Scott Page, el saxofonista de apoyo de Supertramp, nos consiguió con la banda. Scott era un tío encantador, todo lo contrario que los inaccesibles Rick Davies y John Helliwell, que parecían estrellas endiosadas y demasiado pagadas de sí mismos. Quizás como castigo final, la foto quedó medio desenfocada.

El incidente

Desmontamos y empacamos a toda prisa, entre aliviados y corridos. Y nos quedaban otros 600 kilómetros nocturnos hasta Barcelona. En esta ocasión fue Pep Sala el que se vino de copiloto conmigo. No recuerdo nada más que una cosa de esa noche, que justifica en cierto modo haber escrito todo este relato, como veréis.

Nada más salir de Madrid, la borrasca que nos había acompañado la noche anterior viniendo de Bilbao se recrudeció y empezó a nevar de nuevo. En la calzada empezaba a formarse una ligera capa gris, solo marcada por las rodaduras de algún coche precedente. Yo debía de estar muy cansado.

Sin extrañeza alguna, me encontré de pronto en un paisaje de nubes. Unas nubes blancas y algodonosas sobre un fondo azul, que iban desplazándose hacia arriba lentamente, como si estuviera yo cayendo sin apenas peso. Era una sensación de paz inefable.


De pronto siento un clic, como al accionar un interruptor eléctrico de pared, y todo se queda a oscuras, salvo el haz de las luces de mi coche. Estoy desorientado, así que me esfuerzo por saber dónde estoy, y lo primero que me llama la atención es la raya del arcén, que es discontinua. Eso es raro. A la izquierda, la línea de la mediana es continua, y por fin entiendo: estoy circulando por la izquierda, a punto de salirme de la carretera. A la suerte de haber despertado a tiempo debo añadir la de que no circule nadie por esas carreteras de Soria de madrugada.


Vi que Pep no se había despertado. Mejor para él. Pero yo ya sabía que había estado dormido, y a partir de ese momento fui consciente del sueño brutal que tenía. Se me cerraban los ojos tan bruscamente que no coincidía con la pérdida de consciencia que lleva al sueño. De hecho, estaba despierto mientras sentía que me dormía. Era extraño.

La nieve empezaba a ser preocupante. No llevaba cadenas, y si el temporal seguía seguramente tendría que detenerme. Era posible morirse de frío, pero no me importaba, realmente. Lo que me preocupaba era dormirme. Me descalcé para sentir el frío en los pies, abrí la ventana. Sacaba la cabeza para que me azotase la nieve. Seguí luchando contra la fatiga durante unos cincuenta kilómetros más, hasta que llegamos a la confluencia con la autopista de Zaragoza.

La nieve había quedado atrás según bajábamos al valle, pero conducir por autopista es tan soporífero que comprendí que no podía seguir. Desperté a Pep y le pedí que se hiciera cargo. Nada más sentarme en el asiento del acompañante, me quedé dormido como un tronco. Y ya no desperté hasta Barcelona.

Barcelona

Cuando llegamos, nos enteramos de que la actuación de esa noche se había aplazado. Uno de los camiones de Supertramp se había quedado atravesado en la misma carretera nevada que habíamos transitado la noche anterior, cabe suponer que por el exceso de nieve, y no había llegado a tiempo a Barcelona. Lo celebré en mi fuero interno, porque sólo quería dormir. Me fui a mi casa, y el resto de los miembros de grupo hizo lo mismo. Pep se marchó a Vic. Yo pasé diecisiete horas seguidas durmiendo de un tirón.

Al día siguiente me encontraba mucho mejor. Fui al Palacio de los Deportes y me reencontré con la banda. Bueno, con casi toda la banda: faltaba Pep. Según iba acercándose la hora de la prueba de sonido, nos íbamos poniendo nerviosos. Llamos a su casa en Vic, pero su madre nos dijo que había salido, que venía en tren. De hecho, nos dijo también que estaba nevando fuerte, lo que empezó a pintar un cuadro inquietante.

No hubo suerte con Pep. No vino, y tuvimos que improvisar un trío, a lo Police. Jaume Sitges intentó arreglar algo el desaguisado metiendo mi guitarra por la mitad de los canales de la mesa de mezclas, con la esperanza de que el sonido, procesado con distintos efectos, ecos, reverberaciones y demás, supliera los fondos armónicos que el teclado de Pep proporcionaba. Era complicado. Pep solía tocar la armonía y yo figuraciones rítmicas por encima. Sin armonía, mis adornos no tenían sentido. Tuve que improvisar una guitarra rítmica sencilla, y aun así cuando dejaba de tocar sentía que un ominoso silencio se adueñaba del recinto. Lo pasamos mal otra vez.


Me falta explicar qué ocurrió con Pep. Lo supe unos días después, cuando pude hablar otra vez con él. Como nos había dicho su madre, salió en tren por la mañana, con su teclado sintetizador. La nevada hizo que el tren se detuviera en el camino, cerca de Tona. Quedó inmovilizado, con todo el pasaje dentro. El interventor pidió un voluntario para ir a la estación de Vic a pedir ayuda, y Pep se ofreció. Pep es un tipo robusto, y supongo que por eso le comisionaron. Se puso el teclado al hombro y echó a caminar, con la nieve por las rodillas. Viendo que la situación era más complicada de lo que pensaba, se detuvo en una masía próxima para dejar allí el teclado, y continuó caminando por las vías en mitad de la ventisca.

Cuando Pep llegó a la estación de Vic, estaba medio congelado. Le metieron en una bañera de agua caliente y montaron el dispositivo de rescate. Él ya no se planteó bajar a Barcelona, visto el panorama. Como no tenía forma de ponerse en contacto con nosotros, no pudo avisarnos. De todos modos, aunque nos hubiera avisado no habría cambiado nada: habríamos tenido que tocar sin él, de todas formas.

El azar

De todas las peripecias que pasamos en aquella minigira, lo más impactante para mí es aquel sueño de nubes mientras atravesaba Soria. Pep dió con la tecla del éxito al año siguiente, formando el grupo Sau con Carles Sabater. Sau fue uno de los grupos principales del rock catalán de los ’90. Y crearon Boig per tu, su canción más popular, que ha sido un himno para una generación entera de catalanes, y que han interpretado también Shakira y Luz Casal, esta última en castellano. Por cierto, en los créditos de la versión de Luz Casal aparezco como coadaptador. Las vueltas que da la vida.

Sabiendo todo esto, comprenderéis que me de cierto vértigo pensar que, si no me hubiera despertado de aquel hermoso sueño de nubes, posiblemente todo habría sido distinto. Habríamos tenido un accidente. Igual habríamos muerto. Yo muerto no habría podido contaros todo esto. Y Pep Sala no habría formado Sau, ni escrito el Boig per tu, con lo que una generación de catalanes se habría quedado sin banda sonora y sin himno generacional.

Así que, ya sabéis, fans del rock catalán. Me debéis una.

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Gracias, profe

…menos B más menos la raíz cuadrada de B al cuadrado menos cuatro A C dividido por dos A…

José Esteve fue mi profesor de matemáticas en 4º Bachillerato, allá por 1972. También era, creo recordar, el director del colegio. Era un hombre mayor, de pelo blanco, calvo hasta la coronilla, un buenazo. Vestía una americana de tweed con coderas, pantalón de tergal y zapatones. Era muy pacífico y, aprovechando esa condición, los niños en clase se divertían tirándole papelitos o tizas. Recuerdo que me mortificaba aquella falta de respeto, aunque él nunca se enfadaba. En realidad no parecía molesto, sino solo desconcertado. Su reacción era de extrañeza, como si no entendiera por qué a sus alumnos se les escapaba toda aquella belleza.

parabolaEl señor Esteve se pasó un trimestre explicándonos la ecuación de segundo grado. Le gustaban mucho las parábolas, con su cruce por los ejes, su fórmula de las raíces:

Menos B más menos la raíz cuadrada de B al cuadrado menos cuatro A C dividido por dos A“.

Terminaba su explicación y se volvía hacia nosotros con una expresión iluminada y feliz que parecía preguntar “¿A que es maravilloso?” A la mayoría de alumnos aquellos garabatos en la pizarra no les causaba emoción alguna, de modo que la felicidad de su rostro se desdibujaba un poco, dejando entrever un rastro de desaliento. Pero enseguida se recuperaba y tímidamente empezaba otra lección.

No llegamos a terminar el temario del matemáticas ese año. La demora del primer trimestre, dedicado al Álgebra, impidió que llegáramos a los últimos capítulos, los dedicados a Probabilidad y Estadística. Igual es por eso que siempre he sentido tanta pasión por el Álgebra como aborrecimiento por la Estadística. El señor Esteve no se programaba la materia sino que la navegaba, como aquellos marinos que descubrían tierras ignotas en el siglo XV.

Quizás esa incapacidad para la planificación del curso podría servir de argumento para catalogar al señor Esteve de mal profesor, pero os aseguro que no lo fue en absoluto, al menos para mí. Gracias a él me enamoré por primera vez de las matemáticas, pude ver claramente el sentido de las fórmulas y su relación con las gráficas, comprender que podía saberlo todo de una función sin nada más que echarle un vistazo a sus coeficientes. La ilusión que se reflejaba en los ojos del señor Esteve al abandonar la pizarra me hizo envidiar su fascinación por la matemática. No creo que él se diera cuenta. Pero eso no importa. Lo único que hace a un profesor excepcional es su capacidad, consciente o no, de transmitir la pasión por la materia que explica. Y yo he disfrutado toda la vida de esa pasión que me transmitió mi profesor.

Creo que nunca pude, ni podré ya, darle las gracias al señor Esteve. Pero aún así, gracias, profe.

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Qué hacía yo el 23 de febrero de 1981

Hubo un tiempo en que se afirmaba rotundamente que cualquier español medio recordaría para siempre qué estaba haciendo el 23 de febrero de 1981, aquella tarde en la que el coronel Tejero entró en el Congreso de los Diputados para dar un golpe de Estado.

Y bien pudo ser cierto, pero los años desdoran toda afirmación referida al paso del tiempo, y ahora resulta que muchos de aquéllos que jamás olvidarían ya han muerto, otros muchos guardan sus recuerdos bajo un inviolable Alzheimer y, lo que es más inquietante, son aún más los que han venido al mundo mucho después de aquella efeméride.

El tiempo erosiona las nítidas líneas que definen el presente, y lo transforma en un desvaído pasado grabado en blanco y negro. Pero algunos estuvimos allí, en aquel presente de colores. Y bueno, no quería yo filosofar sobre el tiempo, sino explicar aquella tarde, o lo que queda de ella en mis recuerdos, llevado por el estéril deseo de perpetuar los colores que el tiempo aún respeta en mi memoria.

El cabo Buendía, en 985
EL cabo Buendía, en 1981

Llegué a Melilla con el año, y nada más llegar tuve la suerte de ser asignado a la Compañía de Servicios del Regimiento de Ingenieros. Esa compañía agrupa personal logístico y administrativo, y está en las antípodas de las compañías de zapadores, que pasaban los días de maniobras o asfaltando carreteras o en la cantera. Mi puesto era el de cabo buque, que era la persona que se ocupaba de la logística de los permisos para ir a la península.

Yo recibía la relación de reclutas viajeros, hacía los pasaportes (así aprendí a escribir a máquina), recolectaba el dinero para los billetes, hacía la compra y escoltaba a la tropa hasta el puerto el día de la partida.

Para evitar el roce cuartelero hice uso al máximo de mis prerrogativas de cabo buque. Tenía permiso para estar fuera del cuartel desde el toque de diana hasta una hora después de la salida del barco, que ocurría a medianoche. Así que, durante tres meses que estuve en el cargo, prácticamente no pisé el cuartel.

La tarde del 23F estaba en la biblioteca municipal de Melilla, en la plaza España. A las seis de la tarde apareció el soldado Pedro Martínez. Era mi mejor amigo en el cuartel, y había quedado con él para ir a dar una vuelta aprovechando su pase de tarde. Pedro venía con cara de preocupación. No se sentó, permaneció en pie a mi lado y sólo se inclinó un poco para decirme que teníamos orden de volver enseguida al cuartel.

Me dijo, en un tono grave, que parecía por las noticias que habían asesinado a Calvo Sotelo durante la sesión de investidura y estaba todo el mundo muy nervioso.

Mi primera impresión fue un vacío en el estómago, un amago de pánico seguido casi instantáneamente por una rápida evaluación de la situación. Recuerdo esa sensación tan extraña, como si de repente mi cerebro fuera independiente y se hubiera puesto en un modo de respuesta rápida, insólito en él, que vivía normalmente adormecido en una somnolencia existencial completamente primaria.

No tardé nada en contestar a Pedro lo que acababa de pensar, palabra por palabra: “¿En serio? Entonces nos vamos a pasar tres años más haciendo la mili. Si vamos ahora al cuartel, no sé cuando volveremos a salir, así que ve tú si quieres, pero si te preguntan di que no me has visto. Yo iré cuando cierre la biblioteca”.

Pedro se fue tras asentir, y yo me embullé aún más si cabe en la lectura del National Geographic. Creo que no volví a pensar en el asunto, tan deseoso como estaba de escapar a la realidad que acababa de conocer.

A la noche regresé al cuartel como si no supiese nada. Se notaba un poco de electricidad en el ambiente. En nuestro barracón dormían juntas la Compañía de Servicios y la Primera de Zapadores, y cada una tenía su propio teniente. El teniente Alcántara, de los Zapadores, era un hombre bruto, grande, y no ocultaba su simpatía por los golpistas. Mi mando, el teniente Jiménez, tenía la fina estampa de un señorito andaluz, cultivado y elegante, y era (mucho más discretamente) partidario del poder constitucional.

Durante la noche yo tuve mi pequeño transistor Grundig debajo de la almohada, pegado a la oreja. Sobre la una o así parecía que la cosa no iba a salir bien para los golpistas. Apagué la radio y me puse a dormir.

Por la mañana, el teniente Alcántara miraba la televisión de la compañía con claras muestras de desaprobación. No recuerdo más, el resto del tiempo volvió a ser rutina. Es distinto el tiempo de los sucesos históricos del normal de cada día.

Pocos días después, en las oficinas del cuartel el oficinista mayor, Marcel Massa, que era amigo mío, me dejó leer el informe confidencial del coronel sobre la posición de los distintos cuerpos de Melilla durante el incidente. Quedaba claro que la Legión, Artillería y dos de los tres cuerpos de Regulares se habían posicionado a favor del golpe, y nosotros los Ingenieros, los de Sanidad y el 5º de Regulares, creo, a favor del gobierno.

En resumen, que los cuerpos de combate, quitando uno, eran fervientes partidarios de los golpistas. Y los cuerpos menos militares, vamos a decirlo así, del gobierno. Si hubiéramos tenido que combatir, les habríamos durado menos de dos minutos, bromeaba yo para mí.

Y eso es todo lo que me queda en la memoria respecto de aquel día. En aquellos tiempos acababa de leer El Extranjero, de Albert Camus, y me identificaba con la sensación que tenía el protagonista de que la vida era una cosa anodina. El 23F de pronto la transformó en una aventura, más allá de sentir también una innegable inquietud acerca del porvenir.

La sensación de que en tiempos de crisis se aguzan los sentidos y el cerebro se pone a trabajar con extraña diligencia, era insólita y estimulante. Quizás eso es lo que ha dejado una huella indeleble en mi memoria, más allá del valor histórico de aquellos momentos.

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Juanita keyboard: tablero alfabético para discapacitados

En 2009 diagnosticaron a mi madre, Juanita, una esclerosis lateral amiotrófica, más conocida por sus siglas ELA. El curso de esta enfermedad es muy cruel: los músculos del cuerpo dejan de responder paulatinamente a causa de la degradación del tejido nervioso, y el enfermo poco a poco deja de ser capaz de hacer cualquier actividad, incluso las más básicas.

Una de las funciones que se degradan es el habla. Comprender a un enfermo de ELA acaba siendo imposible, ya que su fonación es cada vez más defectuosa, con la consiguiente frustración de todos, pacientes y cuidadores. Para estos casos es común usar tableros de letras, en los que los pacientes van señalando letra a letra las palabras que quieren emitir.

Yo tuve uno de estos tableros para comunicarme con mi madre, y al poco tiempo pensé que era posible mejorar su funcionalidad usando una pantalla táctil como las de los iPad, por ejemplo. Me puse a escribir una aplicación en HTML que pudiese usarse de la forma más simple posible y acabé creando esto que os presento hoy:

Imagen de la aplicación
Pulsa aquí para ir a la aplicación

En aquel tiempo, 2010, dividía mi tiempo entre el cuidado de mi madre y la programación de mi tablero. Gracias a esto último podía evadirme de mi propio sufrimiento. A veces tuve la sensación de que mi madre llevaba su enfermedad con mucha mayor entereza que yo mi pena; entonces la única forma de huir de mi mala conciencia era sumergirme en el código, que ella probaba cada día pacientemente.

Pero vuelvo a la página HTML, a los detalles técnicos:

  • El tablero está dividido en casillas. Cuando se pulsa en una de ellas, en la franja negra superior se escribe la letra correspondiente.
  • Cuando se pulsa en la franja negra, si existe conexión a Internet, una voz de Google Translate pronuncia la frase que se haya escrito.
  • En la franja inferior hay casillas para comandos:
    • Un selector Números/Acentos para presentar las cifras y las vocales acentuadas.
    • Tres casillas para borrar una letra, una palabra, todo el texto.
    • Dos casillas para seleccionar frases comunes predefinidas.

El fichero HTML que contiene la aplicación es autocontenido (fuera de la referencia a Google Translate para la pronunciación del texto), de modo que puede descargarse y usarse fuera de línea como tablero de letras electrónico.

Enlaces:

  •  Acceso a la aplicación: puesto que se trata de una página HTML, puedes acceder a ella con cualquier navegador desde diegobuendia.com/JuanitaKB.htm.
  • Acceso al proyecto: para aquellos aficionados a la programación que quieran su propia copia del proyecto para mejorarlo o transformarlo, tengo un repositorio en github.com.
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Luces en el túnel de Garraf.

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Hubo un tiempo en el que me gustaban las fotos movidas. No esas fotos movidas por un defecto de pulso,  con su modestia vergonzante, sino las que reivindican su condición con orgullo militante.

La necesidad de fijar el pulso para que la foto quede nítida acaba siendo intolerable, así que un día me liberé y comencé a pulsar el disparador mientras la cámara se bamboleaba de todas las maneras posibles. Fotografiar una imagen sin pretender aprehenderla es un acto de despreocupada generosidad.

Para que una foto quede orgullosamente movida se necesita poca luz. Eso hace que la exposición sea más larga y la luz tenga más tiempo para recorrer el sensor y dejar su huella caprichosa. Por eso estas fotos quedan mejor si son nocturnas. Las luces de farolas, ventanas, semáforos y coches son la cooperativa de artistas que realizarán el trabajo creativo.

Hice muchas fotos de este tipo. Los complejos arabescos son hipnóticos: los hay discontinuos, fruto de las luces de neón, y continuos, cuando la luz es incandescente. De colores, como las de los semáforos. Enfocados y desenfocados.

En esta foto iba circulando por un túnel en la autopista del Garraf. El movimiento del coche induce la perspectiva, y el pulso orgullosamente despreocupado se ocupa del trazo fino. La tonalidad clara de la parte inferior es el capó del coche, reflejando difuso la luz del alumbrado.

Me he pasado mucho tiempo contemplando los arabescos de esta foto, aliviado de no tener que encontrarles sentido.