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El Quijote Literatura

El curioso impertinente: una novela dentro de El Quijote

La novelita de El curioso impertinente aparece en el capítulo XXXIII del primer volumen de El Quijote y se extiende a lo largo de tres capítulos. Se trata de un libro que tiene el ventero de la venta donde se alojan Don Quijote y toda su compañía en el viaje de regreso de Sierra Morena, y que lee el cura a sus compañeros antes de irse a dormir, por tal de tener algo de solaz y sosiego después de un largo día de aventuras. Según leo en las notas de mi edición, es el único relato de El Quijote que no tiene algún tipo de vínculo argumental con el relato principal, sino que es completamente independiente.

FlorenciaLa historia transcurre en Florencia y trata de dos buenos amigos, Anselmo y Lotario, el primero de los cuales se casa con Camila, una buena muchacha de la ciudad. Lotario trata de distanciarse un poco del nuevo matrimonio, pero Anselmo no quiere renunciar a su amistad y lo hace huésped de su casa, procurando tenerle cerca todo el tiempo posible, a pesar de la resistencia de aquél.

La enfermiza obsesión de Anselmo

Anselmo entretanto desarrolla una terrible angustia: no está seguro de la virtud de Camila (“¿qué hay que agradecer que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea mala?”), y desea tener alguna prueba fehaciente de la misma. Y para ello, recurre a Lotario, pidiéndole que requiebre a Camila para poner a prueba su virtud, y liberarse así de su propia zozobra.

Lotario argumenta desde el sentido común contra la ocurrencia de Anselmo, haciéndole ver que de su propuesta no puede obtenerse beneficio alguno, y que es tentar a la suerte con grandes opciones de perder en el envite (“Es de vidrio la mujer;/ pero no se ha de probar/ si se puede o no quebrar,/ porque todo podría ser”). Además, Lotario le hace ver el temor de que su propia honra quedará en entredicho, al verle Camila actuar de un modo tan fuera de norma.

Anselmo no se rinde, y apelando a su profunda amistad, le pide que lo haga él, antes que tenga que pedírselo a otra persona. Y le dice que no es necesario llevar la seducción a su extremo, que basta solicitarla “tierna y fingidamente”, en la confianza de que Camila “no ha de ser tan tierna que a los primeros encuentros dé con su honestidad por tierra”. Ante la determinación de su amigo, Lotario acepta, aunque decidido a encontrar la manera de satisfacer a su amigo sin perturbar a Camila.

Lotario finge acceder y acaba enamorado

Los siguientes día Anselmo se ausenta a propósito de casa para favorecer las maniobras de Lotario. Cuando vuelve a casa, Lotario le miente: le dice que le ha hablado a Camila sobre su belleza y ella no se ha inmutado ante sus requiebros. Y así, durante varios días, Anselmo se contenta, pero un día vuelven sus dudas y le pide a Lotario que pase a la acción. Le da dinero para comprarle alhajas, y le asegura que si aún resiste a la tentación, se dará por satisfecho.

En una de sus ausencias, Anselmo se esconde en una cámara contigua y descubre que Lotario le miente acerca de sus acercamientos a Camila. Lotario se siente deshonrado al verse cogido en mentira, y le promete molesto que a partir de ese momento actuará según el gusto de Anselmo, procurando seducir a su mujer. Anselmo, para facilitar las cosas, se inventa una ausencia de ocho días, ordenando, para aflicción de la honesta Camila, que Lotario se haga cargo de la casa durante ese tiempo.

Aquí los acontecimientos se precipitan. Lotario ve todos los días a Camila, honesta, hermosa, procurando su virtud, y no puede evitar sentir un amoroso acomodo en su corazón. “El provecho [de] las muchas virtudes de Camila… redundó más en daño de los dos”. La lealtad de Lotario se derrumba ante la hermosura y bondad de Camila y la ocasión que le proporciona el ignorante marido, y así al tercer día, Lotario se expone ante Camila con todas las razones de su recién descubierto amor, poniendo a la pobre mujer en estado de sorpresa tal que escribe inmediatamente una nota a su marido, quejándose de su ausencia y mencionando, aunque de forma elíptica, el comportamiento insólito de Lotario.

Lotario insiste, Camila se rinde

Anselmo, encantado de ver su proyecto en marcha, le ordena que se quede en casa, para consternación de Camila. Ésta empieza a lamentar haberle escrito, pensando que igual Lotario “había visto en ella alguna desenvoltura que le hubiese movido a no guardalle el decoro que debía”. Entretanto Lotario, desbocado ya de amor, sigue con su cerco, haciendo titubear la firmeza de Camila, y dando al fin al traste con ella: “dio al través con el recato de Camila y vino a triunfar de lo que menos se pensaba y más deseaba”. Lotario no le dice a Camila que todo es a petición de Anselmo, temeroso de perder un amor que ya no era requiebro vano.

Cuando Anselmo regresa, Lotario le miente de nuevo, elogiando la virtud de Camila, y rogándole que abandone definitivamente sus dudas y planes. Pero Anselmo aliviado y travieso, quiere seguir con el enredo un poco más, solo por diversión, y le propone que escriba unos sonetos en alabanza de una supuesta dama de Lotario, con la idea de hacer creer a Camila que éste está enamorado en realidad de otra persona. Entretanto, Camila se disculpa ante Anselmo por haber malinterpretado la conducta de Lotario, a lo que este replica que Lotario tiene otra amada, a la que escribe versos.

Lo que Anselmo no sabe es que Camila ya ha sido advertido por Lotario, que a la sazón es su amante, de que los amores que Anselmo ha mencionado son fingidos, y que en realidad los sonetos son para ella. De esa forma, Lotario evita que Camila se desespere de celos al escucharlos durante una sobremesa. Así se da la curiosa circunstancia de que Lotario enamora a Camila, Camila se enamora de Lotario, y Anselmo sigue el cuento a ambos en la creencia de que ninguno de los dos hace lo que realmente está haciendo.

“Con esto, todos los escalones que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía, en la opinión de su marido, hacia la cumbre de la virtud y la buena fama”.

En esto aparece Leonela, la doncella de Camila, que también tiene un amante, y alivia los remordimientos de Camila diciéndole que no es culpa suya, que el amor actúa donde encuentra ocasión y no hay fuerza que se le resista. Además, Lotario es un buen enamorado, con virtudes que copan todo el abecedario (“Agradecido, Bueno, Caballero,…”).

La perspicaz Camila aprecia el apoyo de Leonela, pero teme que la confidencia acabe debilitando su autoridad (“los descuidos de las señoras quitan la vergüenza a las criadas”), como así acaba sucediendo. Leonela toma la confianza de meter a su mozo en la casa, y Camila no puede hacer otra cosa que transigir y rogarle que lo ocultara para que no fuera descubierto por su marido.

Lotario confiesa ante Anselmo por celos

En una de esas ocasiones, Lotario descubre al galán, y le falta tiempo para creer que Camila le es infiel (“creyó que Camila, de la misma forma que había sido fácil y ligera con él, lo era con otro”). Ciego de celosa rabia, resuelve confesar a Anselmo la verdadera historia de la seducción de Camila (“la fortaleza de Camila está ya rendida y sujeta a todo aquello que yo quisiere hacer de ella”). Le dice además que si no le ha dicho nada antes era por ver si ella se manifestaba con Anselmo para defender su virtud, pero que a la vista de su silencio ha decidido sincerarse con él. Para confirmárselo, le pide que finja otra ausencia y se esconda en una estancia contigua para comprobar por sí mismo la veracidad de sus palabras.

Tras hablar con Anselmo, Lotario se arrepiente. Podía haber vengado sus celos directamente con Camila, sin hacer pasar a Anselmo por el oprobio de su confesión. Decide contárselo todo a Camila, por ver de encontrar una forma de enderezar el entuerto. Camila, por su parte, le explica afligida su incómoda situación con Leonela y su amante. Entonces Lotario le explica lo que ha dicho a Anselmo, con lo que la pobre Camila queda espantada, pero capaz aún de inventar una estrategia con la que salvaguardar su honra.

Camila organiza una escenografía para Anselmo

Y la estrategia es montar un teatrillo con la ayuda de Leonela. Mientras Anselmo espía oculto, Camila manifiesta su arrepentimiento a Leonela, y le dice que pretende darse muerte (y matar al mismísimo Lotario) con una daga antes que ceder definitivamente a sus acometidas amorosas. Leonela sale entonces a buscar a Lotario y Camila expresa en un monólogo sus intenciones, a sabiendas de que Anselmo las escuchará. Y Anselmo, maravillado, medita si salir de su escondite antes de que llegue Lotario, no vaya a ser que las intenciones criminales de Camila lleguen a mal fin.

En esas cavilaciones está Anselmo cuando vuelve Leonela con Lotario. Camila interpreta para el oculto Anselmo una escena de reproche a las pretensiones amorosas de Lotario, mostrándose dispuesta a quitarse la vida antes que consentirlas. A esto añade su deseo de matar a Lotario en la misma acción. Hay un forcejeo y al final Camila se hiere exprofeso con la daga, mientras Lotario, admirado de su temple, hace que huye aturdido. Anselmo va al encuentro de Lotario, con el que se muestra exultante por la demostración virtuosa de su mujer, mientras aquél, sabedor del completo engaño de su amigo, es incapaz de alegrarse con él.

Desenlace trágico de la historia

La narración hace una pausa al principio del capítulo XXXV, puesto que Don Quijote ha despertado y ha acuchillado todas las botas de vino que hay en su estancia, creyendo estar en presencia del gigante del reino de Micomicón. Tras la desesperación de la ventera, y la intervención del cura, prometiendo la restitución del daño, se vuelve a lectura de la novela, que llega así a su conclusión.

La vida de Anselmo transcurre feliz, mientras Camila pone pública mala cara a Lotario para evitar toda sospecha de Anselmo acerca de su furtiva relación. Hasta que una noche Anselmo sorprende al amante de Leonela saltando de la casa, y ante la furia de Anselmo y su amenaza de matarla, promete ella decirle cosas más importantes al día siguiente. Vuelve Anselmo a su aposento y le cuenta la historia a Camila, que cae en el pánico ante la perspectiva de ser puesta en evidencia por Leonela. En cuanto Anselmo duerme, ella hace acopio de joyas y dinero y huye en busca de Lotario.

Lotario, sorprendido por el curso de los acontecimientos, no cavila más que llevar a Camila al monasterio que rije una hermana suya, y a su vez decide marchar de la ciudad. A la mañana, Leonela ha huido de su encierro, y Anselmo comprueba que ni Camila ni Lotario aparecen por lugar alguno. Abatido, decide irse al pueblo de un amigo, aquél donde se guardó para dar tiempo a Lotario de completar la seducción de Camila. En una parada del camino, un viajero que viene de Florencia le da noticias de lo ocurrido: Leonela ha confesado al gobernador que Lotario y Camila han huido juntos. Las noticias acaban de abatir a Anselmo, que llega al pueblo ya herido de muerte en su aflicción, muriendo esa misma noche de pena en la casa de su amigo.

Camila, en el convento, acaba sabiendo que Lotario ha muerto en una batalla, lo que termina por acelerar el fin de sus días, triste y melancólica.

Y así termina la novela, con todos sus protagonistas muertos.

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Personal

Gracias, profe

…menos B más menos la raíz cuadrada de B al cuadrado menos cuatro A C dividido por dos A…

José Esteve fue mi profesor de matemáticas en 4º Bachillerato, allá por 1972. También era, creo recordar, el director del colegio. Era un hombre mayor, de pelo blanco, calvo hasta la coronilla, un buenazo. Vestía una americana de tweed con coderas, pantalón de tergal y zapatones. Era muy pacífico y, aprovechando esa condición, los niños en clase se divertían tirándole papelitos o tizas. Recuerdo que me mortificaba aquella falta de respeto, aunque él nunca se enfadaba. En realidad no parecía molesto, sino solo desconcertado. Su reacción era de extrañeza, como si no entendiera por qué a sus alumnos se les escapaba toda aquella belleza.

parabolaEl señor Esteve se pasó un trimestre explicándonos la ecuación de segundo grado. Le gustaban mucho las parábolas, con su cruce por los ejes, su fórmula de las raíces:

Menos B más menos la raíz cuadrada de B al cuadrado menos cuatro A C dividido por dos A“.

Terminaba su explicación y se volvía hacia nosotros con una expresión iluminada y feliz que parecía preguntar “¿A que es maravilloso?” A la mayoría de alumnos aquellos garabatos en la pizarra no les causaba emoción alguna, de modo que la felicidad de su rostro se desdibujaba un poco, dejando entrever un rastro de desaliento. Pero enseguida se recuperaba y tímidamente empezaba otra lección.

No llegamos a terminar el temario del matemáticas ese año. La demora del primer trimestre, dedicado al Álgebra, impidió que llegáramos a los últimos capítulos, los dedicados a Probabilidad y Estadística. Igual es por eso que siempre he sentido tanta pasión por el Álgebra como aborrecimiento por la Estadística. El señor Esteve no se programaba la materia sino que la navegaba, como aquellos marinos que descubrían tierras ignotas en el siglo XV.

Quizás esa incapacidad para la planificación del curso podría servir de argumento para catalogar al señor Esteve de mal profesor, pero os aseguro que no lo fue en absoluto, al menos para mí. Gracias a él me enamoré por primera vez de las matemáticas, pude ver claramente el sentido de las fórmulas y su relación con las gráficas, comprender que podía saberlo todo de una función sin nada más que echarle un vistazo a sus coeficientes. La ilusión que se reflejaba en los ojos del señor Esteve al abandonar la pizarra me hizo envidiar su fascinación por la matemática. No creo que él se diera cuenta. Pero eso no importa. Lo único que hace a un profesor excepcional es su capacidad, consciente o no, de transmitir la pasión por la materia que explica. Y yo he disfrutado toda la vida de esa pasión que me transmitió mi profesor.

Creo que nunca pude, ni podré ya, darle las gracias al señor Esteve. Pero aún así, gracias, profe.

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Literatura Personal

Qué hacía yo el 23 de febrero de 1981

Hubo un tiempo en que se afirmaba rotundamente que cualquier español medio recordaría para siempre qué estaba haciendo el 23 de febrero de 1981, aquella tarde en la que el coronel Tejero entró en el Congreso de los Diputados para dar un golpe de Estado.

Y bien pudo ser cierto, pero los años desdoran toda afirmación referida al paso del tiempo, y ahora resulta que muchos de aquéllos que jamás olvidarían ya han muerto, otros muchos guardan sus recuerdos bajo un inviolable Alzheimer y, lo que es más inquietante, son aún más los que han venido al mundo mucho después de aquella efeméride.

El tiempo erosiona las nítidas líneas que definen el presente, y lo transforma en un desvaído pasado grabado en blanco y negro. Pero algunos estuvimos allí, en aquel presente de colores. Y bueno, no quería yo filosofar sobre el tiempo, sino explicar aquella tarde, o lo que queda de ella en mis recuerdos, llevado por el estéril deseo de perpetuar los colores que el tiempo aún respeta en mi memoria.

El cabo Buendía, en 985
EL cabo Buendía, en 1981

Llegué a Melilla con el año, y nada más llegar tuve la suerte de ser asignado a la Compañía de Servicios del Regimiento de Ingenieros. Esa compañía agrupa personal logístico y administrativo, y está en las antípodas de las compañías de zapadores, que pasaban los días de maniobras o asfaltando carreteras o en la cantera. Mi puesto era el de cabo buque, que era la persona que se ocupaba de la logística de los permisos para ir a la península.

Yo recibía la relación de reclutas viajeros, hacía los pasaportes (así aprendí a escribir a máquina), recolectaba el dinero para los billetes, hacía la compra y escoltaba a la tropa hasta el puerto el día de la partida.

Para evitar el roce cuartelero hice uso al máximo de mis prerrogativas de cabo buque. Tenía permiso para estar fuera del cuartel desde el toque de diana hasta una hora después de la salida del barco, que ocurría a medianoche. Así que, durante tres meses que estuve en el cargo, prácticamente no pisé el cuartel.

La tarde del 23F estaba en la biblioteca municipal de Melilla, en la plaza España. A las seis de la tarde apareció el soldado Pedro Martínez. Era mi mejor amigo en el cuartel, y había quedado con él para ir a dar una vuelta aprovechando su pase de tarde. Pedro venía con cara de preocupación. No se sentó, permaneció en pie a mi lado y sólo se inclinó un poco para decirme que teníamos orden de volver enseguida al cuartel.

Me dijo, en un tono grave, que parecía por las noticias que habían asesinado a Calvo Sotelo durante la sesión de investidura y estaba todo el mundo muy nervioso.

Mi primera impresión fue un vacío en el estómago, un amago de pánico seguido casi instantáneamente por una rápida evaluación de la situación. Recuerdo esa sensación tan extraña, como si de repente mi cerebro fuera independiente y se hubiera puesto en un modo de respuesta rápida, insólito en él, que vivía normalmente adormecido en una somnolencia existencial completamente primaria.

No tardé nada en contestar a Pedro lo que acababa de pensar, palabra por palabra: “¿En serio? Entonces nos vamos a pasar tres años más haciendo la mili. Si vamos ahora al cuartel, no sé cuando volveremos a salir, así que ve tú si quieres, pero si te preguntan di que no me has visto. Yo iré cuando cierre la biblioteca”.

Pedro se fue tras asentir, y yo me embullé aún más si cabe en la lectura del National Geographic. Creo que no volví a pensar en el asunto, tan deseoso como estaba de escapar a la realidad que acababa de conocer.

A la noche regresé al cuartel como si no supiese nada. Se notaba un poco de electricidad en el ambiente. En nuestro barracón dormían juntas la Compañía de Servicios y la Primera de Zapadores, y cada una tenía su propio teniente. El teniente Alcántara, de los Zapadores, era un hombre bruto, grande, y no ocultaba su simpatía por los golpistas. Mi mando, el teniente Jiménez, tenía la fina estampa de un señorito andaluz, cultivado y elegante, y era (mucho más discretamente) partidario del poder constitucional.

Durante la noche yo tuve mi pequeño transistor Grundig debajo de la almohada, pegado a la oreja. Sobre la una o así parecía que la cosa no iba a salir bien para los golpistas. Apagué la radio y me puse a dormir.

Por la mañana, el teniente Alcántara miraba la televisión de la compañía con claras muestras de desaprobación. No recuerdo más, el resto del tiempo volvió a ser rutina. Es distinto el tiempo de los sucesos históricos del normal de cada día.

Pocos días después, en las oficinas del cuartel el oficinista mayor, Marcel Massa, que era amigo mío, me dejó leer el informe confidencial del coronel sobre la posición de los distintos cuerpos de Melilla durante el incidente. Quedaba claro que la Legión, Artillería y dos de los tres cuerpos de Regulares se habían posicionado a favor del golpe, y nosotros los Ingenieros, los de Sanidad y el 5º de Regulares, creo, a favor del gobierno.

En resumen, que los cuerpos de combate, quitando uno, eran fervientes partidarios de los golpistas. Y los cuerpos menos militares, vamos a decirlo así, del gobierno. Si hubiéramos tenido que combatir, les habríamos durado menos de dos minutos, bromeaba yo para mí.

Y eso es todo lo que me queda en la memoria respecto de aquel día. En aquellos tiempos acababa de leer El Extranjero, de Albert Camus, y me identificaba con la sensación que tenía el protagonista de que la vida era una cosa anodina. El 23F de pronto la transformó en una aventura, más allá de sentir también una innegable inquietud acerca del porvenir.

La sensación de que en tiempos de crisis se aguzan los sentidos y el cerebro se pone a trabajar con extraña diligencia, era insólita y estimulante. Quizás eso es lo que ha dejado una huella indeleble en mi memoria, más allá del valor histórico de aquellos momentos.