Acabado el concierto, recuerdo estar esperando junto a mi coche en una calle ancha que nos llevaría a la autopista de Vitoria. Era oscuro, hacía frío. Jaume Sitges era mi copiloto y esperaba en el coche. Yo intentaba ver la furgoneta de mis compañeros entre el tráfico, que se retrasaba inexplicablemente. Empezaba a chispear cuando, por fin, apareció la furgoneta. Me subí al coche y nos pusimos en marcha, yo iba delante y vigilaba por el retrovisor los faros del otro vehículo. Era noche cerrada y nos quedaban 600 kilómetros hasta Madrid.
Subiendo el puerto de Vitoria, la furgoneta pinchó y tuvo que detenerse. Yo no me di cuenta, porque seguía viendo los faros por el retrovisor. Chispeaba, neviscaba. Los cristales estaban empañados. En un momento dado, Jaume me comentó que creía que lo que nos seguía no era la furgoneta, así que reduje la velocidad y la dejé pasar. Y, efectivamente, no era la furgoneta, sino un autocar, lo que nos adelantó. Desconcertado, seguí unos kilómetros más y me detuve en una gasolinera, esperando a verles venir. Pero no venían, y al final empezamos a dudar de si no nos habrían adelantado sin que nos diéramos cuenta. Entonces decidimos seguir solos hasta Madrid, puesto que teníamos allí un hotel en el que reunirnos.
La ruta por la meseta fue azarosa. Según avanzábamos por fantasmagóricos páramos, la soledad resultaba cada vez más opresiva. Para acabar de aderezarlo, el piloto de la gasolina empezó a parpadear. Un poco inquieto, empecé a buscar indicaciones de gasolineras. Me detuve en la primera, solo para comprobar que estaba desierta. Un rótulo indicaba que desde las 11 de la noche a las 7 de la mañana no había servicio. La situación se complicaba. Otro rótulo decía que la siguiente gasolinera estaba a unos veinte kilómetros. Empecé a conducir en plan conservador, por si acaso.
Esa noche llegó a ser angustiosa. El fenómeno de las gasolineras cerradas se repitió dos o tres veces. En unas ocasiones la distancia a la siguiente era de veinte kilómetros, en otras de cuarenta: el caso es que estaba cruzando la lúgubre meseta prácticamente sin gasolina. De hecho, empecé a pensar que quizás sería una buena idea detenerse en una gasolinera hasta las siete, en vez de arriesgarse a quedarse tirado en mitad del páramo.
Madrid
Afortunadamente no pasó lo peor. Cuando apenas empezaba a clarear encontramos la — al parecer — única gasolinera en toda Castilla que abría las venticuatro horas. A partir de ahí, ya no estuve preocupado por la gasolina, pero a cambio me sentí repentinamente muy cansado. A las siete de la mañana llegamos al hotel en Madrid, sin tener noticias del otro grupo, y decidimos alojarnos y dormir un rato, a pesar de que a las diez teníamos que levantarnos para ir a la televisión.
El plan del día era abrumador. A las once teníamos que estar en los estudios de Televisión Española para hacer las pruebas de sonido, porque íbamos a tocar en directo un par de canciones en el programa La Tarde, un magacín que pilotaba la actriz María Casanovas. El programa era a las cuatro, y a las seis había que estar en el Palacio de Deportes de Madrid para la prueba de sonido. El concierto era a las diez, y a las doce o así teníamos que salir de nuevo rumbo a Barcelona, para el último concierto de la minigira.
Yo era vagamente consciente del riesgo de pasar dos noches en ruta, pero tenía ventipocos años y la verdad es que todo me parecía una gran aventura.
A las diez nos despertó Michel, que nos contó brevemente lo que había pasado con la furgoneta. Subiendo el puerto que hay antes de Vitoria tuvieron un pinchazo, y como estaban en medio de ninguna parte, tuvieron que ir a pie hasta la gasolinera anterior para pedir auxilio. Entre la caminata y la reparación se demoraron tanto que llegaron a Madrid ya de día. Claro que ellos pudieron dormir, porque el que conducía era el chófer de la furgoneta, que a su vez nos ayudaba en el montaje y desmontaje de los equipos.