
El discurso sobre las letras y las armas es una larga perorata que Don Quijote pronuncia durante la cena que comparten todos los personajes que hay en ese momento en la venta. Ocupa el final del capítulo XXXVII y buena parte del XXXVIII. En él Don Quijote compara los méritos de la carrera de armas con la de las letras, expresando con vehemencia y aparato retórico su convicción de ser más alta y digna la primera que la segunda.
Para Don Quijote, el servicio de las armas no es solo una cuestión de fuerza, sino también de entendimiento, de voluntad y de valor. El hombre de armas tiene el deber de preservar la paz, requisito primero para que los hombres de letras puedan aplicarse a impartir justicia. Los estudiantes, con ser pobres y pasar hambre, siempre tienen un sitio en el que cobijarse; y, al final de sus desvelos, les espera un cargo desde el cual resarcirse de sus penurias. Al soldado, en cambio, sufriendo un rigor mayor, que implica frío, miedo y noches al raso, rara vez tiene otro premio que una herida o la muerte. Y, en el caso raro de la victoria, su premio se ha de detraer del de su señor y ser repartido con sus compañeros de armas, lo que hace esa compensación rara y escasa.
Cervantes pone en boca de Don Quijote una ardiente defensa del arte de las armas, tan apasionada que en algún momento deja de parecer la voz del personaje para convertirse inequívocamente en la del que fue un día militar. Así, explica con detalle de experto tanto la tarea del contraminado de los túneles de un enemigo que intenta vencer una muralla, con el terror de volar por los aires incluido, como la maniobra de abordaje en una batalla naval, todavía más extraña para Don Quijote. Este último escenario por fuerza habría de ser completamente ajeno al hidalgo de la Mancha, experto solo en los lances imaginarios de los libros de caballería.
Pero ése no es el caso de Miguel de Cervantes, curtido soldado que además acreditó un valiente comportamiento en la batalla de Lepanto, combatiendo a pesar de estar enfermo de calenturas y siendo herido en el pecho y la mano. Esta descripción que hace Don Quijote del abordaje no parece sino un recuerdo muy querido del propio Cervantes, que se entrega a su ensoñación a través de la voz de su personaje:
Y si éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventajas el de
embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales
enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede
dos pies de tabla del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante
de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de
artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una
lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los
profundos senos de Neptuno; y, con todo esto, con intrépido corazón,
llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta
arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario.
No parece aquí que hable el lunático caballero, sino el nostálgico soldado, al que le empuja el indisimulado orgullo de haber estado presente en la mayor batalla naval de todos los tiempos. La pasión de Cervantes es tanta que descuida incluso la redacción: repite dos veces la construcción “y con todo esto”, como si hubiera escrito esta parte de corrido, con el encendido ánimo del que recuerda los momentos más brillantes de su biografía. La repentina aparición del hombre real que era Cervantes en el trabajado artefacto de la ficción que es El Quijote es para mí una muestra de que este asunto del mayor mérito del ejercicio de las armas era algo más que una convicción: era una cuestión de honor, algo muy personal dentro del alma de Cervantes. Tanto es así, que el final del discurso de Don Quijote deriva hacia un tema que necesariamente tuvo que mortificar al Cervantes soldado: la existencia de la reciente tecnología del arma de fuego, que siega por igual la vida del hombre de mérito que la del cobarde. Aquí Don Quijote maldice esas nuevas armas, que permiten que un miserable arrebate la vida al más gallardo de los caballeros:
Bien hayan aquellos
benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos
endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí
que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención,
con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un
valeroso caballero, y que, sin saber cómo o por dónde, en la mitad del
coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una
desmandada bala, disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor
que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un
instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos.
Es fácil imaginar a Cervantes, el soldado, haciendo suyas esas palabras y resintiéndolas en el peso muerto de la mano que le quedó inútil a causa de un arcabuzazo. Aquella maldita bala que le seccionó un nervio y le impidió volver a usar la mano durante el resto de su vida. La impotencia de ver que ni el más valiente pecho es inmune a la desmandada bala, de la que no se sabe ni cómo ni por donde viene, mortifica profundamente al soldado y a su sentido del honor.
Después de esta disgresión del personaje, vuelve el Don Quijote que nos resulta familiar: aunque lamenta haberse hecho caballero andante en esta época en que puede morir por la furia de la pólvora y el plomo, reconoce que su misión, aunque más difícil, tiene un lado bueno:
Pero haga el
cielo lo que fuere servido, que tanto seré más estimado, si salgo con lo
que pretendo, cuanto a mayores peligros me he puesto que se pusieron los
caballeros andantes de los pasados siglos.
Es decir, que su mérito de caballero, si es que tiene el premio de la victoria, le hará mayor que a sus predecesores, que no tuvieron que enfrentarse a esa nueva tecnología de muerte que son las armas de fuego. Aquí tenemos de nuevo al animoso caballero, dispuesto a continuar su misión sin acobardarse por las renovadas dificultades que su época le presenta.
Me encanta Don Quijote.