Hubo un tiempo en que se afirmaba rotundamente que cualquier español medio recordaría para siempre qué estaba haciendo el 23 de febrero de 1981, aquella tarde en la que el coronel Tejero entró en el Congreso de los Diputados para dar un golpe de Estado.
Y bien pudo ser cierto, pero los años desdoran toda afirmación referida al paso del tiempo, y ahora resulta que muchos de aquéllos que jamás olvidarían ya han muerto, otros muchos guardan sus recuerdos bajo un inviolable Alzheimer y, lo que es más inquietante, son aún más los que han venido al mundo mucho después de aquella efeméride.
El tiempo erosiona las nítidas líneas que definen el presente, y lo transforma en un desvaído pasado grabado en blanco y negro. Pero algunos estuvimos allí, en aquel presente de colores. Y bueno, no quería yo filosofar sobre el tiempo, sino explicar aquella tarde, o lo que queda de ella en mis recuerdos, llevado por el estéril deseo de perpetuar los colores que el tiempo aún respeta en mi memoria.
Llegué a Melilla con el año, y nada más llegar tuve la suerte de ser asignado a la Compañía de Servicios del Regimiento de Ingenieros. Esa compañía agrupa personal logístico y administrativo, y está en las antípodas de las compañías de zapadores, que pasaban los días de maniobras o asfaltando carreteras o en la cantera. Mi puesto era el de cabo buque, que era la persona que se ocupaba de la logística de los permisos para ir a la península.
Yo recibía la relación de reclutas viajeros, hacía los pasaportes (así aprendí a escribir a máquina), recolectaba el dinero para los billetes, hacía la compra y escoltaba a la tropa hasta el puerto el día de la partida.
Para evitar el roce cuartelero hice uso al máximo de mis prerrogativas de cabo buque. Tenía permiso para estar fuera del cuartel desde el toque de diana hasta una hora después de la salida del barco, que ocurría a medianoche. Así que, durante tres meses que estuve en el cargo, prácticamente no pisé el cuartel.
La tarde del 23F estaba en la biblioteca municipal de Melilla, en la plaza España. A las seis de la tarde apareció el soldado Pedro Martínez. Era mi mejor amigo en el cuartel, y había quedado con él para ir a dar una vuelta aprovechando su pase de tarde. Pedro venía con cara de preocupación. No se sentó, permaneció en pie a mi lado y sólo se inclinó un poco para decirme que teníamos orden de volver enseguida al cuartel.
Me dijo, en un tono grave, que parecía por las noticias que habían asesinado a Calvo Sotelo durante la sesión de investidura y estaba todo el mundo muy nervioso.
Mi primera impresión fue un vacío en el estómago, un amago de pánico seguido casi instantáneamente por una rápida evaluación de la situación. Recuerdo esa sensación tan extraña, como si de repente mi cerebro fuera independiente y se hubiera puesto en un modo de respuesta rápida, insólito en él, que vivía normalmente adormecido en una somnolencia existencial completamente primaria.
No tardé nada en contestar a Pedro lo que acababa de pensar, palabra por palabra: “¿En serio? Entonces nos vamos a pasar tres años más haciendo la mili. Si vamos ahora al cuartel, no sé cuando volveremos a salir, así que ve tú si quieres, pero si te preguntan di que no me has visto. Yo iré cuando cierre la biblioteca”.
Pedro se fue tras asentir, y yo me embullé aún más si cabe en la lectura del National Geographic. Creo que no volví a pensar en el asunto, tan deseoso como estaba de escapar a la realidad que acababa de conocer.
A la noche regresé al cuartel como si no supiese nada. Se notaba un poco de electricidad en el ambiente. En nuestro barracón dormían juntas la Compañía de Servicios y la Primera de Zapadores, y cada una tenía su propio teniente. El teniente Alcántara, de los Zapadores, era un hombre bruto, grande, y no ocultaba su simpatía por los golpistas. Mi mando, el teniente Jiménez, tenía la fina estampa de un señorito andaluz, cultivado y elegante, y era (mucho más discretamente) partidario del poder constitucional.
Durante la noche yo tuve mi pequeño transistor Grundig debajo de la almohada, pegado a la oreja. Sobre la una o así parecía que la cosa no iba a salir bien para los golpistas. Apagué la radio y me puse a dormir.
Por la mañana, el teniente Alcántara miraba la televisión de la compañía con claras muestras de desaprobación. No recuerdo más, el resto del tiempo volvió a ser rutina. Es distinto el tiempo de los sucesos históricos del normal de cada día.
Pocos días después, en las oficinas del cuartel el oficinista mayor, Marcel Massa, que era amigo mío, me dejó leer el informe confidencial del coronel sobre la posición de los distintos cuerpos de Melilla durante el incidente. Quedaba claro que la Legión, Artillería y dos de los tres cuerpos de Regulares se habían posicionado a favor del golpe, y nosotros los Ingenieros, los de Sanidad y el 5º de Regulares, creo, a favor del gobierno.
En resumen, que los cuerpos de combate, quitando uno, eran fervientes partidarios de los golpistas. Y los cuerpos menos militares, vamos a decirlo así, del gobierno. Si hubiéramos tenido que combatir, les habríamos durado menos de dos minutos, bromeaba yo para mí.
Y eso es todo lo que me queda en la memoria respecto de aquel día. En aquellos tiempos acababa de leer El Extranjero, de Albert Camus, y me identificaba con la sensación que tenía el protagonista de que la vida era una cosa anodina. El 23F de pronto la transformó en una aventura, más allá de sentir también una innegable inquietud acerca del porvenir.
La sensación de que en tiempos de crisis se aguzan los sentidos y el cerebro se pone a trabajar con extraña diligencia, era insólita y estimulante. Quizás eso es lo que ha dejado una huella indeleble en mi memoria, más allá del valor histórico de aquellos momentos.