Hola, les hablo desde el cerebro de Mariano Rajoy en este día especial de su sexagésimo aniversario.Hoy voy a tratar de discernir para ustedes algunas de las interioridades de su pensamiento. Desde DENTRO.
Existe un estado de opinión generalizado que afirma que Rajoy es un ser absolutamente impenetrable, que filtra su pensamiento con cuentagotas y siempre en unas condiciones controladas que restringen severamente la capacidad de matización por parte de sus interlocutores. Pues bien, nuestro objetivo hoy es acceder de primera mano al esquivo pensamiento del líder, y qué mejor manera para lograrlo que acceder in situ a su materia gris y documentarnos sin intermediarios, con rigor e imparcialidad, en cada una de las circunvoluciones de su cerebro.
Guarda Mariano un recuerdo remoto de su abuelo Enrique, al que perdió cuando tenía once años. El abuelo era jurista, como su padre. En los años treinta, el abuelo Enrique fue impulsor y protagonista de la redacción del Estatuto de Autonomía de Galicia. Cuando el otro gallego ganó su guerra contra la República, el abuelo fue represaliado, aunque se le perdonó unos años más tarde. En la mente de Mariano se graba una sólida directriz: no es buena idea significarse políticamente. A quien levanta la cabeza se le acaba rebanando el cuello. La imprudencia política del abuelo fue su perdición, y las sucesivas generaciones de los Rajoy no volverían a cometer ese error.
El influjo del padre de Rajoy queda bien grabado en la mente del joven. De ese ascendente es prueba el hecho de que hoy día el anciano padre todavía convive con el presidente en La Moncloa. Rajoy padre vivió una vida sustancialmente diferente de la del abuelo: fue jurista también pero no tuvo una palabra más alta que otra en relación al régimen político en el que desarrolló su carrera profesional. El joven Rajoy hizo una regla de tres a partir de las vidas de su padre y su abuelo y sus respectivas consecuencias y llego a una conclusión diáfana: las cosas es mejor dejarlas como están. Pertenecer a una buena familia es un patrimonio intangible pero sumamente valioso, y bien utilizado se convierte en un seguro de éxito profesional.
Así fue como el niño Rajoy se determinó a luchar por su posición en la vida siguiendo los pasos de sus mayores, pero haciendo de la prudencia una divisa personal. No parece encontrarse dentro de este cerebro una brillantez intelectual significativa, pero sí una capacidad memorística notable. Añadiendo a esta cualidad una voluntad gris, pero precisamente constante en tanto que rutinaria, el cerebro de Rajoy albergó todo el Derecho necesario no solo para licenciarse sino también para aprobar unas oposiciones de Registrador de la Propiedad.
Cabe decir que el de Registrador es un buen oficio. No necesita ninguna virtud o brillantez personal, puesto que la clave de este oficio consiste en que se acepta como verdad oficial aquello que sus profesionales avalan. Si alguien dijera: lo que Diego Buendía dice va a misa, la gente pagaría por cada una de mis aseveraciones. Bueno, pues eso es ser un Registrador. El hecho de que por sus actuaciones profesionales haya que pagar unas buenas tasas es también una circunstancia conveniente. El padre de Rajoy debió de tenerlo claro, puesto que todos los hermanos son o Registradores o Notarios.
Pero volvamos al cerebro de Rajoy.
A modo de resumen, en esta mente se combinan la conciencia de pertenecer a una buena familia, la convicción de que la prudencia es una virtud suprema y la fuerza de voluntad, entendida en el sentido menor de apego a la rutina diaria.
Recorro este cerebro y observo un apego especial hacia las cosas cercanas, familiares y domésticas. Los recuerdos familiares, las anécdotas de los amigos de siempre y el gusto por la sencilla vida de provincias, contrastan con la alergia a los desconocidos, ya se trate de personas brillantes o estrafalarias. En su discreción, el cerebro de Rajoy discrimina enseguida a la gente de bien, y su prudencia le permite poner cruces rojas sin apenas revelarse en esos pequeños tics del lenguaje no verbal. Los que le conocen, sin embargo, se compadecen de ese interlocutor que ha sido marcado por el jefe sin haber tenido siquiera conciencia de ello.
Lamenta Rajoy haber sucumbido en ocasiones a la tentación de haber creído tener algo que decir. En los albores de su carrera política, con ventiocho años, fue elegido presidente de la Diputación de Pontevedra, y mal aconsejado por su vanidad, publicó un par de artículos en la prensa local explicando con sinceridad sus más íntimas convicciones, en particular las referidas a la virtud de pertenecer a una buena familia de cara a tener éxito en la vida.
Enternece un poco leer a un joven Rajoy pretendiéndose plumaje de intelectual en un discurso un tanto bisoño en la forma como falto de rigor en el fondo. Su fascinada incursión en el ámbito de la genética, con referencia a los venticuatro cromosomas del genoma humano, es prolija e inexacta como la descripción de los maravillosos cristales de colores que podría haber hecho un indígena tras el encuentro con los conquistadores españoles. Pero algo positivo tienen ambos artículos: son sinceros y explícitos en su exposición del pensamiento íntimo de Rajoy. Y en eso mismo radica el desagrado que Rajoy siente al evocarlos.
En el cerebro de Rajoy, a un nivel hipotalámico, se instaló una convicción de que expresarse con palabras no produce ningún beneficio. La vanidad que uno nutre con su exposición no compensa la desprotección que se deriva de darse a conocer uno mismo tal cual es a todo el mundo. Quizás por eso Rajoy no volvió a publicar nunca más. Una nebulosa discreción se añadió a su ya bien establecida prudencia.
Sin embargo, pretender una carrera política tiene el inconveniente de obligar a una acusada exposición pública. En el cerebro de Rajoy se guardan ominosas ocasiones en las que su verbo, inevitablemente, le expuso al rigor de la crítica ajena. Cuando Aznar le nombró Portavoz de su Gobierno, Mariano tragó saliva. No podía negarse porque le iba la carrera política en ello, pero se lamentó internamente puesto que el cargo le obligaba de forma explícita a exponerse, tomar partido, explicar las cosas. Ni el más anodino de los tonos en su discurso podría mitigar la evidencia de que habría preguntas y no le quedaría más remedio que contestar y, contestando, revelarse al mundo.
En esa época Rajoy capeó como pudo la necesidad de explicarse en público contrariando su íntima voluntad de silencio. Han quedado para la historia sus hilillos de plastelina del Prestige, que describían desde su mente mariana de socio de casino de provincias el terrible espectáculo de kilómetros de playas gallegas vestidas con un manto de chapapote. Y también sus declaraciones dudando sobre la existencia del cambio climático, que indirectamente hicieron famoso a su primo, el físico nuclear José Javier Brey.
Revelando esa alergia a la palabra que ha terminado materializándose en sus declaraciones en plasma, Rajoy sentenciaba en una entrevista de 2007: “Uno habla mucho y a veces se puede equivocar”. El cerebro de Rajoy, en su fuero íntimo, tenía claro que en lo sucesivo iba a ser aún más reservado, llevándonos a este extremo en el que para saber qué piensa Rajoy hay que recorrer en primera persona los pliegues de ese cerebro.
A pesar de las vicisitudes, Rajoy ha medrado hasta llegar finalmente a la Presidencia del Gobierno. La ventaja de ser presidente es que ha podido hacer realidad su sueño: el de callar. Ahora tiene toda una plantilla de subalternos que, con mejor o menor fortuna, pueden (y deben) hacer ese trabajo por él. Hecha realidad la discreción soñada, abandonados los juveniles sueños de luminaria intelectual, Rajoy ha podido dedicarse a otra de las directrices de un pensamiento trenzado desde bien pronto, a saber, la que dice que ser de buena familia es básico para tener éxito en la vida.
En base a ello, su actividad política se ha basado en favorecer a la gente de confianza. Cuando se le acusa de connivencia con el poder económico, se comete una injusticia, ya que esa abstracción es completamente inasible para Rajoy. Para Rajoy, lo que hay es gente de calidad, personas con nombre y apellidos; gente de buena familia, de un círculo contrastado donde todos se conocen y por tanto confían entre sí. El Estado no es más que un premio, un territorio que han colonizado todas estas buenas gentes y que poco a poco tratan de conquistar con la mentalidad épica de los antiguos colonos. Se cercena una riqueza pública y se convierte en un patrimonio familiar de una familia patricia. Y, en caso de necesidad, otras familias acuden en ayuda de ésta, desde las otras parcelas colonizadas del Estado. Medran y triunfan los que tienen los venticuatro genes buenos, y los demás no pueden sino aspirar a la envidia impotente.
Nada hay de incoherente en el cerebro de nuestro invitado de hoy. No es un ignorante, ni un títere del capital. Es un hombre que cree en la desigualdad, que sabe que está en el lado de los escogidos y que piensa que el país le pertenece a él y a los suyos. Y que cualquier cesión a los del otro lado sería una traición a España y una injusticia para ellos, los que merecen el país y lo nutren de dignidad. Sólo desde esa honesta convicción se podría ser tan eficiente en la destrucción de la justicia social sin sentirse carcomido por la culpabilidad.
Y esto es todo lo que les puedo contar hoy desde el cerebro de Rajoy. Un hombre satisfecho, un hombre de bien, que ha hecho su trabajo de la forma más discreta posible.
Desde el cerebro de Rajoy, Diego Buendía, para las Noticias del Mediodía.