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¿Por qué ser de izquierdas cuando es tan difícil?

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El ser humano oscila entre dos naturalezas antagónicas: el egoísmo y el altruismo.

El egoísmo es una elaboración del instinto natural de supervivencia. Si al instinto se le añade inteligencia, se obtiene egoísmo. Se es egoísta cuando se examinan las circunstancias de la vida primando la razón del propio interés. La palabra egoísmo tiene una connotación negativa, pero el concepto que describe es esencial como estrategia de supervivencia. Todo ser vivo lucha por su supervivencia, y busca afianzarla aunque para ello tenga que pasar por encima de los otros individuos. Los egoístas son por definición conservadores.

El altruismo, también presente en el ser humano, es una cualidad opuesta al egoísmo, que consiste en la inclinación a preocuparse por la supervivencia y el bienestar de nuestros semejantes. Frente a un mundo hostil, el altruismo es una estrategia que persigue aunar recursos para facilitar la supervivencia de todos. Como estrategia colaborativa es más elaborada que el simple egoísmo. En la medida que los seres humanos son capaces de renunciar a una parte de su beneficio propio en bien de un interés colectivo, el altruismo es un paso adelante en la socialización de la especie. De ahí que los progresistas sean, en última instancia, altruistas.

Las sociedades y los individuos se mueven entre estos polos antagónicos a lo largo del tiempo. La intuición nos dice que una sociedad de completo egoísmo no puede ser buena, así como no puede ser viable otra en la que nos desprendamos de todo por el bien de los otros. En la dialéctica egoísmo-altruismo debe existir algún tipo de término medio, aunque cada persona tendrá su propia sensibilidad al respecto.

El egoísmo, como impulso determinado a asegurar nuestra existencia, tiene un problema: nunca se es lo bastante fuerte como para estar seguro de nuestra posición. No basta con tener una casa, un trabajo, una seguridad material. Bajo la advocación del egoísmo, nuestros bienes están siempre amenazados por la codicia de los otros egoístas. Vemos caer a diario grandes fortunas que parecían a salvo de toda contingencia. Nunca se es lo bastante grande, por lo tanto la vida es una lucha constante para crecer y así minimizar el riesgo de ser despojado por los otros.

El altruismo, por su parte, sufre una desventaja estructural respecto del egoísmo: sus frutos no se perciben con la misma nitidez. Cuando uno puede pagarse un médico privado y ser atendido en un gabinete cómodo y personalizado, es fácil preguntarse qué necesidad hay de que existan las salas de espera abarrotadas de los hospitales públicos. Quien nada posee valora que otros dediquen parte de su patrimonio y voluntar a su cuidado; quien está a salvo considera ese menoscabo de uno mismo un absurdo.

El egoísmo es lo que alimenta lo que en política se llama para abreviar “la derecha”. Actualmente se manifiesta en el pensamiento liberal, que se resume en dejar que los individuos velen por sí mismos, puesto que éstos, guiados por el instinto de su egoísmo, sabrán proveer sus propias necesidades. Se argumenta que, como efecto colateral, se generará una riqueza que revertirá de algún modo en beneficio de la propia sociedad. Este argumento pretende tranquilizar a quien pueda sentirse amenazado, pero es una ficción: al egoísmo no le hace falta en absoluto esos argumentos morales para entrar en acción.

El altruismo es el motor de lo que en político se resume como “la izquierda”. La izquierda pretende que todos los seres humanos son iguales desde una perspectiva social. Todos necesitan comer, cobijarse, tener una seguridad en la vida. La izquierda considera injusta la desigualdad en el reparto de la riqueza, no tanto en sí misma como en el efecto que tiene dejando a muchos seres humanos sin opciones de una vida digna. Detrás de la izquierda late una cualidad, la empatía, que hace que las personas se conmuevan ante el sufrimiento ajeno. Pero el problema con la empatía es que no es una cualidad general: se tiene o no se tiene. Y hay quien no la tiene, y ante la visión de la miseria piensa que algo habrá hecho esa persona para llegar a ser tan miserable.

Ser de derechas es fácil. Cuando todo lo que se necesita es contemplar si algo es bueno para uno mismo, las decisiones son bastante más fáciles que cuando se trata de decidir si algo es bueno para la sociedad. El ámbito de decisión de una persona de derechas tiene un contorno bien definido.

Ser de izquierdas es más difícil. Decidir que algo sea bueno para todos implica acotar quiénes somos “todos”. Uno puede sentirse inclinado, incluso siendo de derechas, a un “altruismo de proximidad”, que afecte al ámbito más cercano: la familia, el círculo social. Pero el altruismo en su esencia más pura no puede aceptar la exclusión de nadie. Y sin embargo, la necesidad de atenerse a la escasez de recursos y el necesario realismo obliga a poner un límite al altruismo idealista.

Así que ser un egoísta absoluto es simple, mientras que ser un altruista absoluto es prácticamente imposible.

En política, ser de derechas es simple también. Hay quien va a forrarse, y lo dice así de claro. Otros son más sutiles y abogan por la libertad individual, en la implicita pero clara convicción de que ellos estarán en el lado de los que saben salir adelante por sí mismos y, por tanto, pertenecerán al bando de los afortunados. La última moda de la derecha es tomar al asalto el edificio de una conquista social, como es el Estado, y desmembrarlo en su propio beneficio. Así, gente que en teoría bendice la libre competencia y el desempeño individual consiguen privatizar instituciones públicas por el método de colocar gobernantes dispuestos a desmantelar el estado del bienestar. Unos gobernantes de derechas que dejan de invertir en los servicios públicos manifiestan acto seguido que tales servicios son inviables, proponiendo en consecuencia su privatización. Ya en manos de sus amigos, esas empresas le cuestan más a la sociedad, porque no solo tienen que dar el servicio sino que además deben enriquecer a sus propietarios. Ahí el dinero público que había sido escamoteado vuelve a fluir generosamente. Es una lógica perversa, pero completamente razonable e incluso brillante desde la perspectiva del egoísmo humano.

Y, por contra, ser de izquierdas es verdaderamente complicado. Ya he comentado el problema de tener que poner límites a la solidaridad, lo que obliga a concertar voluntades y conceptos antes siquiera de poder entrar en acción. Pero es que, además, el que se propone luchar por los derechos de los más desprotegidos no tiene el beneficio tangible de la satisfacción de su propio egoísmo. De hecho, una vez resulta claro que el egoísmo no puede satisfacerse, lo que queda en su lugar es la satisfacción de la vanidad personal, otro impulso indiscutible del movimiento humano. Al izquierdista le queda la satisfacción de ser el adalid de algo, el que dirige a las masas, el que sale en la foto. Es difícil dejar esa cabecera para formar parte de un cuerpo común pero en algún rincón oscuro de la organización. Pero la paradoja es que lo que más necesita una organización de izquierdas es ese tipo de aportación anónima.

Si ser de izquierdas es tan complicado, ¿por qué ser de izquierdas?

Creo que la razón más poderosa es que, abandonado al discurso y al método de la derecha, tarde o temprano la mayoría de nosotros acabará en la miseria. El egoísmo no tiene límites, como he manifestado más arriba. Y la riqueza cada vez se concentra más. Tarde o temprano todos seremos desposeídos, si no lo estamos siendo ya. Ser de derechas sin pertenecer a esa minoría que posee la mayor parte de la riqueza del país es de ilusos que creen que a la hora de la verdad estarán del lado de los ganadores.

Y la verdad es que esos ganadores van a ser muy muy pocos.